Las comidas de empresa son una de las mayores amenazas para el deportista oficinista. Si ya es complicado encajar los momentos dedicados al entrenamiento con la vida labiliar (trabajo y familia), las comidas de compromiso atacan voraces los escasos momentos de ocio del mediodía, que gracias a Dios la cultura hispana de dilapidar varias horas para la comida nos prodiga.
Estas últimas semanas he tenido la ocasión de departir con numerosos extranjeros (y perder muchos entrenamientos a su costa), y todos coincidían en que en sus países comen en media hora y acortan la jormada laboral, no trabajando menos horas sino eliminando las superfluas. Así ellos disponen de tiempo después de trabajo para dedicarse a sus familias y sus aficiones, mientras que el typical spanish se arrastra cansado a su hogar a pasar las últimas escasas horas del día, cenar a una hora demencial y acostarse para otro día.
Por este motivo, esta semana he perdido dos días de entrenamiento, en aras de las relaciones interpersonales, sociales y demás que en España dedicamos al momento del almuerzo. Para quitarme el síndrome de abstinencia, poco me importó el incesante chirimiri casi rozando los cero grados del sábado por la mañana y devoré con ansia 20 kilómetros (1:32), coincidiendo y departiendo algunos de ellos con un grupo que incluía un heptagenario que corría a buen ritmo.
Y hoy domingo, con la pájara ya puesta antes de salir de casa porque estaba resentido de ayer, tiempo amenazador pero poco ladrador, 86 kilómetros y 3 horas 10 a las piernas. Estoy lento y poco compatitivo pero lo que es fondo, no me falta.
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