Hacía tiempo que no lo experimentaba yo solo, y he llegado a la conclusión de que cuanto mayor se hace uno más aprecia más la esencia del placer y menos la compañía para conseguirlo. Recuerdo ahora aquellos tiernos años en los que lo compartía con mis parejas, espontáneas o recurrentes, jovencitas más o menos inocentes, en su primera vez o no, a las que me gustaba robar miradas furtivas durante el acto y observar su reacción. A unas las veía sorprendidas, a otras arrobadas, a las menos aburridas deseando que terminase. Y ya años después, con pareja estable, miraba la dulzura y seguridad del conocimiento mutuo.
Hasta que ayer, por falta de ocasiones de hacerlo acompañado, se me presentó la oportunidad de disfrutar en solitario de uno de mis placeres favoritos. Lo cierto es que éramos cinco, pero muy separados, gozando ellos a dúo y yo en soledad. Solamente dos parejas y media en todo el cine, deleitándonos con la última de Bond, James Bond. Porque ¿de qué hablábamos, si no? Otra de mis citas con la vida es ir al cine a cada una de las nuevas entregas de 007, desde que tengo uno de razón, presupuesto económico y capacidad de utilizarlo. Por supuesto, he visto todas ellas (las antiguas en video, claro) y cada vez que me sorprendo en la oscuridad de una sala agitado como un niño me doy cuenta que muchas cosas pasan pero la esencia permanece.
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