viernes, 12 de febrero de 2010

Matinée

Hoy daba miedo salir a la calle. Hacía un frío que cortaba la cara, o lo que se me veía de ella, porque he salido con toda la artillería: cortavientos y cinta de membrana, guantes y mallas largas. Los dedos de los pies los he debido olvidar en casa porque no los he recuperado hasta la vuelta.

La noche cubría las calles y los coches se movían con furia, como glóbulos rojos pululando por las arterias de la ciudad, pero transportando en vez de oxígeno estrés. Dentro de las fugaces lucecitas que desesperadamente intentaban saltarse los semáforos se vislumbraban entes semihumanos atrapados en su interior, que sacudían la cabeza adormecidos mientras yo sentía lástima por sus prisas.

Me dieron la bienvenida al parque los tres bajo cero de la marquesina junto a la entrada. Dentro, bajo su iluminación escasa y fantasmagórica acechaban en los oscuros caminos charcos cubiertos con un cristal de hielo y baches invisibles, de los que te golpean en la columna cuando no los pisas bien. Poco a poco fueron desvelados por la luz del alba, que teñido en rojo partió en dos la vista de la línea de árboles sobre el espejo del lago. Y yo, tras el shock inicial del frío y el entumecimiento (5:35 el primer kilómetro) ya rodaba potente y tranquilo como una locomotora para completar un diez mil en 45 minutos.

Y esta fue la crónica desde mi imperio, donde hoy sólo había un corredor.

 

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