Amanece un nuevo día en la selva. El animal que soy se estira y coloca las pinzas en las perneras del pantalón, y luego encaro la subida al metro. Cada piñon está estudiado, cada posición en la calzada para evitar que algún troglodita me encierre entrando a un garaje. Llueve pero no importa, la lluvia resbala sobre el poncho que recubre mi traje, abrigo y mochila.
El rebaño que un día más vomita incesante la boca de metro se agolpa a la entrada, mientras yo estudio su densidad en tanto encadeno las ruedas, el sillín y el cuadro de la bici al metro. Firme pero sigiloso, para no provocar las iras de la estampida bajo lentamente por un lateral, el poncho empapado aparta los ñandúes, y llego a la vía. El lugar exacto donde se abrirá la puerta en unos minutos, grrrr, mi hábitat es la ciudad, soy un depredador del tiempo, y todo sirve para ahorrar un minuto. Otro transbordo perfecto, la vista selecciona el andén que me lleva a mi destino y de nuevo elijo la puerta que me deja enfrente de la salida.
Más lluvia al mediodía en la sabana, y mientras los animalitos débiles se ocultan, las panteras tensamos los músculos en una lluvia fina, solamente un rodaje suave de 12 kilómetros a ritmo contenido, reservando para la sangre de mañana. Para terminar, ritual de pertenencia al grupo: 50 sentadillas, flexiones al fallo (otras 50), y de postre varias dominadas.
Vuelta a casa, y el conductor del metro quiere dejarme en tierra, la cortesía es sorpresa en esta ciudad, donde el débil se come al fuerte si puede y las hienas el resto. No, hoy no, tengo una cita valiosa, arranco mi temido sprint de dos metros y perforo entre las dos puertas que se cierran, asustando algunos hervívoros dentro del vagón. Completamente de noche, la ciudad huele a lluvia, ajusto mi faro halógeno, y apretanto con fuerza el desarrollo más largo llego a mi reserva. La guerra ha terminado, por hoy.
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