Ella caminaba confiada despacito por el Retiro, disfrutando de una leve brisa que le acariciaba las piernas y la espalda y la agradable temperatura del mediodía. Le pesaba un poco el bolso, un tanto abultado porque hoy llevaba el portátil de la oficina, quizás no debía haberlo traído para el paseo, pero quería echar un vistazo tranquilo a la presentación sentada en algún banco a la sombra.
Al cambiarlo de mano, percibió un ruido de pasos apresurados y un golpe en la muñeca. Aterrorizada, contempló impotente como un tipo se alejaba corriendo con su bolso mientras ella tomaba aliento para gritar: “¡ladrón!” “¡mi bolso!”. En ese momento, gallardo y refulgente como un caballero con armadura, saltó en la dirección del caco un fibroso corredor, camiseta sin mangas envolviendo un torso fuerte y mostrando unos brazos musculados, malla ajustada, gafas de sol aerodinámicas. Todo un velocista de verdad.
Respiró aliviada porque había oído que donde hay corredores no hay delincuentes, y detuvo sus gritos esperando el desenlace. 200 metros. 100 metros. Observó cómo su paladín llevaba a cabo dos cambios de ritmo, casi dando palmitas de alegría. Con un braceo perfecto estaba casi encima del ladrón, que sudoroso lanzaba rápidas miradas hacia atrás, asustado por el meteoro que se le venía encima, conteniendo el aliento en anticipación del contacto físico. Pero al rebasar la línea imaginaria que marca los 400 metros en el kiosco de helados del chino, silencio. Un último vistazo para asegurarse de que el corredor se había detenido y nadie más le seguía, y a escabullirse eufórico en dirección del estanque.
Ella asimiló lentamente que su valedor se había parado; le observó unos momentos, y ya más compuesta gritó “¡pero persíguele imbécil!”. Se quedó callada meditando cuando le pareció escuchar de lejos “¡¡espera, tengo que descansar 2 minutos!!”.
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